miércoles, marzo 13, 2013

El secreto (IV)


Quien más sufría era su amigo. No podía abandonar así a su pobre amigo, así que se esforzaba por hacerle disfrutar de su antigua vida, con la esperanza de que la piedra desaparecería, igual que vino. En un arranque de inspiración decidió regalarle algo hecho por él. Un gesto que le recordase que él siempre estaría ahí.

Su amigo era uno de los pintores más aclamados de Spectro. Siempre pintaba la misma composición, el amanecer sobre las colinas, visto desde un precioso cerro cercano al pueblo. Sin embargo, lo pintaba tan bien, plasmaba tan bonitos los colores, que a nadie podía importar volver a ver una nueva obra.

Sabía que el chico era uno de sus mayores admiradores, así que decidió llevarle una de sus últimas pinturas, especialmente radiante y luminosa, para que decorase su habitación y le recordara su amistad.

El desastre, sin embargo, volvió. En cuanto el chico contempló el cuadro, con el mismo amanecer sobre la misma colina, no pudo cerrar más los ojos. Hay quien dice que una última lágrima escapó de aquellos ojos que nunca más podrían llorar y que contemplarían el mundo, desde entonces, con una pétrea mirada.

Su amigo desesperó. Nada podía hacer. Cada cosa que intentaba no hacía sino empeorar la situación.

Cada petrificación su amistad se resentía. El humor del chico decaía. No podían compartir nada de lo que les unía. Y después de todo, no es fácil golpear tu corazón contra el muro de alguien... roto.

Cada día juntos era el recuerdo de que su amigo había entrado en aquellas malditas cuevas y nunca había salido. No. Aquello no era su amigo. Aunque fuera el mismo... ¿hasta qué punto seguía siéndolo?

No podía jugar con él. No hacía deporte con él. No conversaban. No se contaban chistes. No admiraba sus cuadros. No había nada que pudiera compartir con aquel ser de piedra.

Y no solo era él. Cada día sus conciudadanos le aislaban más. Le miraban con suspicacia, como si la maldición de piedra le hubiera alcanzado a él también y estuviera esperando para apropiarse del resto del pueblo. En alguna ocasión tuvo que mirarse a un espejo, para comprobar que no se estaba convirtiendo también en un monstruo.

Lo sacrificaba todo. Lo daba todo. Por un ser de piedra que no podía corresponderle. ¿Quién podía culparle? Aquella relación, como el chico, estaba condenada a morir ¿Debía sacrificar su vida también, cuando la suerte ya estaba echada?

Así pues, con toda la convicción que pudo acumular, tomo una decisión.

Una tarde de primavera, ya algo oscura, en la calle principal, caminaban a duras penas cuando su amigo informó al chico de que ya no podría serlo más.

Desconcertado el chico torció su cuello para mirarle, con las piernas demasiado estiradas, como si al correr le hubiera ocurrido algo y se hubiera estirado por el dolor, con los brazos en jarra como si le fueran a abrazar,  con los ojos tristes y las cejas levantadas, como si hubiera recibido una triste respuesta a una ansiosa pregunta, con la boca entreabierta, como quien acaba de descubrir un secreto importante y duda al contarlo.

Mirándole escuchó las últimas palabras que jamás oiría: "Entiéndelo, yo te quiero mucho pero".

Un crujido mayor que cualquiera que hubiera sonado en Spectro asustó a los perros, que comenzaron a ladrar.

El chico no se movió. La piedra comenzó a ocupar el resto de su ser. Venía de dentro. Se diría que del mismo corazón. Nunca más se movió, nunca más se comunicó.

Su amigo levantó la cabeza y, aunque con lagrimas en los ojos, continuó su camino seguro de no haber tenido elección.