martes, marzo 12, 2013

El Secreto (III)



A los pocos días los amigos quedaron juntos para hacer carreras en el bosque, una de las diversiones más populares entre la juventud.

Rodeado de gente, durante todo el día el chico estuvo muy animado, hablando, con una voz clara y potente que, esta vez sí, todo el mundo podía entender. Nadie quiso llamar la atención sobre los petrificados labios del chico, o quizás nadie excepto los que ya lo sabían le miró lo suficiente como para darse cuenta.

llegaron paseando hasta el río  entre risas, y afrontaron su carrera preferida. Un camino que, entre rocas y troncos caídos  corría paralelo al río hasta una gran roca plana desde la que dar un gran salto para zambullirse al agua.

Sin que nadie lo notase, el chico y su amigo se quedaron atrás del jovial grupo. Cuando finalmente estaban solos el chico dudó si correr por el camino. Su amigo le recordó que esa era su carrera preferida, una de las cosas que más le hacía disfrutar.

Una lagrima asomó en los ojos del chico y un chasquido asustó a los pájaros que anidaban en los árboles cercanos.

En apenas unos segundos, de los muslos a los tobillos, una capa de piedra había cubierto las piernas del chico, que trabajosamente se dio la vuelta y volvió a su casa

Unas semanas más tarde el chico sufrió la terrible pérdida de su abuelo, una de las personas más activas y vitales de Spectro.

Todo el pueblo se vistió de luto y hubo un evento multitudinario. En primera fila, de pie por no poder sentarse, el chico sollozaba mientras sus labios no podían gesticular el dolor que sentía.

Nadie se atrevía a dar una condolencia más afectiva que un apretón en el hombro, temerosos de que aquella maldición petrificadora pudiera afectarles. Solo su amigo, que se reservó para ser el último, le dio un cálido y sentido abrazo.

Poco podía imaginar que oiría un nuevo chasquido y que el abrazo nunca sería correspondido, no porque no quisiera, sino porque sus brazos ahora también estaban formados por la grisácea roca.

En el pueblo ya todos le rehuían. Se decía que esa maldición se debía a algo que había visto en la cueva, que su abuelo seguiría vivo de no ser por su insana curiosidad. Y pronto la simpatía hacia aquel pobre chico se tornó en rencor por la osadía de haber entrado en la cueva y haber traído la maldición.

Pero a ellos no les pasaría nada, pensaban, mientras no siguieran su estúpido ejemplo y aprendieran la lección. No debían acercarse a él ni a las cuevas.


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